jueves, 14 de marzo de 2013

JESUITAS, LA VERDADERA HISTORIA EN LA COCTELERA DE LA CLEPXYDRA TEMAS-TEMAS-TEMAS, HISTORIA


LA COCTELERA DE LA CLEPXYDRA 
TEMAS-TEMAS-TEMAS


El lado oculto de los jesuitas
SOCIEDAD  DE JESÙS- IGNACIO DE LOYOLA

Desde que fue fundada por un santo español, la Compañía de Jesús ha sido una institución implicada en el drama histórico. Entre sus miembros encontramos a genios de primera línea que hicieron contribuciones importantes a la ciencia. La orden también ha sido objeto de fuertes acusaciones y de una leyenda negra, que le ha valido la expulsión de muchos países e incluso su supresión por parte de la Santa Sede.
Si observamos un mapa de la Luna, descubriremos que treinta y cinco cráteres del Mar de la Tranquilidad han sido identificados con el nombre de otros tantos hombres unidos por un vínculo especial: su condición de jesuitas. ¿Quiénes fueron estos religiosos y qué hicieron para merecer tanto honor?
Desde su fundación en el año 1540, y durante el siglo XVII, la Compañía de Jesús tuvo una profunda influencia sobre la imagen del mundo que sustentaba la cultura europea. ¿Cómo adquirieron su admirable saber sobre la Naturaleza y al Universo? ¿Cómo consiguieron integrarla con una tradición católica que había perdido el monopolio ideológico de la Cristiandad, sacudida por el cisma de la Reforma protestante y la emergencia de la revolución científica que hizo trizas la antigua cosmovisión medieval?

El fundador de la Compañía se llamaba Ignacio y nació en la aldea de Loyola a fines del siglo XV. De joven había servido como soldado en la defensa de Pamplona contra los franceses.


En la batalla fue herido en una pierna, señal que siempre le acompañaría. Es inevitable pensar en la cojera sagrada del Jacob bíblico que, después de su mítico combate ritual, se convirtió en Israel. Convaleciente, Ignacio leyó y reflexionó sobre el sentido de su existencia. Aquella herida supuso un cambio radical en el curso de su vida. Ya recuperado, decidió no casarse con su prometida y peregrinó a Montserrat. Podemos considerar que ese fue su retiro en el desierto, característico de los profetas. Sabemos que su apasionada búsqueda de una respuesta le condujo a la iluminación. Y que allí, postrado ante una virgen negra, realizó un único voto que recogió más tarde en sus Ejercicios espirituales: se pondría al servicio de la Iglesia para invitar a los hombres sumidos en las dudas o en la indiferencia a «renunciar a todas las afecciones humanas». Con este propósito se fundó la Compañía de Jesús.

Sin embargo, poco después que diera a conocer sus Ejercicios (1535), la Sorbona de París los declaró sospechosos de heterodoxia y contrarios al dogma católico. En Portugal, algunas autoridades de la Iglesia llegaron a advertir que si se permitía al autor difundir su proyecto, acabaría por enloquecer al mundo. ¿Por qué razón inquietaba tanto a algunas autoridades y eruditos católicos la actividad de Ignacio de Loyola y su Compañía?

Convencidos de la armonía del Universo como Creación, los jesuitas creían que la educación debía servir para satisfacer las necesidades humanas. Esta convicción orientó sus esfuerzos al estudio, la investigación y la búsqueda de nuevos conocimientos. Pronto se convirtieron en una especie de colectivo de iniciados, protegidos por cortes y aristócratas. Su meta era descubrir la unidad del mundo: la fuente de la armonía universal. Este empeño se llevó a cabo en el seno de una fraternidad cerrada, esotérica y exclusivista.
En este ámbito, sus miembros constituían una elite que decidía qué era conveniente o inconveniente para el resto de la sociedad. A menudo, sus investigaciones les llevaron a estudiar lo prohibido, lo herético y todo aquello que la propia Iglesia consideraba proscrito, situándose por encima de los criterios ordinarios del bien y del mal. Su éxito en esta actividad fue tal que la Iglesia pondría en sus manos la misión de organizar la Contrarreforma.

Tras la emisión de la bula Coeli et terra, por parte del papa Sixto V (1585-1590), en el año 1585 se hizo oficial que la magia tenía en la cultura una importancia semejante a la de la ciencia, la técnica, el arte, e incluso la teología. Esta «oficialización» del reconocimiento de la realidad de la magia forzó la tarea de separar la «blanca» de la «negra». Los eruditos jesuitas concluyeron que casi toda la magia implicaba una práctica lícita en el caso de las personas educadas, pero que debía ser prohibida a quienes carecían de suficiente solidez intelectual y espiritual por los riesgos que entrañaba.

Entre las artes mágicas entraba la astrología. Dado que todos los órdenes y niveles del Universo estaban íntimamente relacionados, era lógico que los astros influyeran en los acontecimientos terrenos. También la quiromancia y la fisiognomía fueron estudiadas para valorar hasta qué límites debían difundirse dichos conocimientos, en función del mismo concepto elitista.

Naturalmente, esta reserva respecto a la difusión del saber, que contrasta con el concepto moderno de libre difusión del conocimiento científico, no era una novedad jesuita, sino una característica propia de toda la ciencia antigua. El saber era poder y, bajo este prisma, resultaba vital que no cayera en manos irresponsables o perversas. Pero su modernidad resulta evidente respecto de muchas ideas. Por ejemplo, la teoría de un Universo en el cual todas sus partes son interdependientes (la armonía de los mundos), homologable al holismo científico actual, pero en oposición al paradigma científico materialista de los siglos XVIII y XIX.

Relacionada con la astrología, una disciplina oculta con mala fama fue la Cábala. Sin embargo, muchos católicos doctos se dedicaron a su estudio. De hecho, fueron los jesuitas quienes hicieron un Pontificale chronologicum kabalisticum en ocasión de la elección de Inocencio XI para ocupar el trono de la Iglesia (1676-1689).
Y también elaboraron un Vaticinio cabalístico anagramático sobre el feliz parto de la reina Ana María de Austria. Una disciplina de la Cábala –la gematria o magia de las letras, considerada como una escritura críptica–, tenía un manual de referencia: la famosa Steganographia, del abad Trithemio de Sponheim (1462-1516), maestro de Paracelso (1460-1541). Este texto fue estudiado en profundidad por jesuitas como Caramuel (1606-1680), Kircher (1601-1680) y Gaspar Schott (1608-1666). Los tres llegaron a la misma conclusión: la Steganographia aportaba un método valioso para investigar los misterios de la Naturaleza.
En realidad, lo que buscaban estos jesuitas a través de los arcanos de la criptografía eran los vestigios de una lengua madre universal que permitía una representación total de la realidad oculta.


Uno de los intelectuales más notables de la Compañía de Jesús fue Atanasio Kircher (1601-1680). Fascinado por la escritura críptica, y deseoso de descubrir esa escritura universal, desarrolló una «poligrafía», que era una especie de cifra taquigráfica basada en el latín, pero aplicable a cualquier lengua.
El objetivo final era conocer «la gramática de la armonía del mundo». Este método lingüístico de análisis aplicado a la realidad también se anticipa al método lingüístico empleado por muchos antropólogos del siglo XX.

Basándose en el Ars Magna del famoso alquimista Raimon Llull, Kircher construyó su propia «arte universal». Desde el Uno primordial (la mónada), se podía acceder a la llave maestra del conocimiento de todas las ciencias.

Más allá de cultivar el estudio de algunas materias más o menos científicas, como medicina, música, geología, astronomía y matemáticas, los jesuitas desarrollaron una filosofía que integraba ciencia moderna y cosmovisión medieval.
Este enfoque es el mismo que observamos en Paracelso, pero con ellos alcanzó el grado superior de una tarea colectiva, organizada y dotada de unidad, en función de su estructura jerárquica y del imperativo de obediencia militar.

En este ejército multinacional del conocimiento encontramos a algunos españoles cuya importancia en el avance científico e intelectual fue indiscutible.

Uno de los más destacados fue Martín del Río (1551-1608). Sus Disquisiciones sobre la magia, (1599), son un manual que califica las artes mágicas. La astrología queda excomulgada por ser ilegal, pero sin que se afirme con rotundidad que se trata de un saber erróneo, y la Alquimia se inserta en la química experimental.
Luego este autor clasifica algunas obras de magia natural, con objetivos de orientación, separando las prácticas lícitas de las ilícitas. Entre los autores permitidos encontramos a varios magos eruditos renacentistas, entre quienes destacan los nombres de Guillermo de París, Roberto Trezio y Cornelio Agrippa.

Una vez establecido que la magia natural no era perniciosa, se podía abordar su examen. Esto fue lo que hizo el jesuita español, Hernando del Castrillo (1585-1667) en su Historia de la magia natural o Ciencia de la filosofía oculta. En este libro, su autor «muestra que la magia de que se trata no es aquella que, por viciosa, reprueban los Concilios y prohiben las leyes civiles y canónicas», sostuvo el Padre Juan Ponce de León, entonces censor de la Inquisición.

Benito Pereira (1558-1627), prestó especial atención a la superstición y a las artes adivinatorias y sus opiniones fueron refrendadas por la Inquisición de Roma. Pereira admite la utilidad de la alquimia para realizar determinados trabajos químicos, como la destilación, pero recuerda que su uso «es pernicioso para la República», ya que no garantiza lo que promete y el alquimista se aprovecha de la ignorancia del engañado en operaciones como la célebre trasmutación del «metal vil» en «oro», que entonces era un timo similar al actual de «la máquina de convertir el papel ordinario en dinero legal». Pero varios jesuitas españoles practicaron la alquimia, como Didogero (1591) y José Escudero (1606).

Pioneros de la ciencia
La Compañía tuvo entre sus miembros a muchos de los mejores científicos de su tiempo, como Sebastián Izquierdo (1601-1681). Su Pharus Scientiarum pretendió ofrecer una teoría general de la ciencia: una scientia de la scientia. Izquierdo fue un notable matemático, como Christoph Clavius (1538-1612), amigo de Galileo, que dirigió la reforma del calendario gregoriano. Clavius condenó la teoría de Copérnico, pero lo novedoso es que no empleó argumentos dogmáticos, sino científicos, al considerarla «físicamente imposible».


También debemos a los jesuitas otras importantes contribuciones, como una de las primeras ilustraciones del telescopio, o los mapas lunares con detalles topográficos de Christoph Scheiner (1575-1650), las teorías del contagio de Kircher, la antipatía o simpatía entre los objetos de Nieremberg, o la nave volante de Francesco Lana Terzi (1631-1687). Nunca sabremos quiénes fueron ni nunca averiguaremos hasta dónde fueron capaces de llegar. Pero lo cierto es que, incluso hoy, los jesuitas gozan de un hálito especial y misterioso entre nosotros.

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